Bizancio, el ‘influencer’ marginado
Juan Signes Codoñer, Universidad de Valladolid
Los textos escritos de acuerdo con la gramática del Griego Clásico desde la fundación hasta la caída de Constantinopla (330-1453 d.C) superan los 100 millones de palabras, más del doble que toda la literatura griega anterior. Y sin embargo, la producción escrita bizantina apenas atrae el interés de las autoridades académicas y del público en general, más allá de los países que se sienten herederos directos de Bizancio.
Parece que tener más de mil años de historia, en este caso, no es suficiente. Pero debería serlo.
Un paseo por el Imperio
Generalmente se asocian a Bizancio buena parte de los países balcánicos y Rusia, es decir, naciones eslavas además de la propia Grecia. Pero en realidad son muchos más los herederos.
En primer lugar está Turquía, que constituyó el territorio central del Imperio. Estambul, la antigua Constantinopla, fue su capital. La herencia bizantina en Turquía no es solo “arqueológica”: la especial configuración del Islam turco y el laicismo de la moderna república no se entenderían sin el carácter multicultural del Imperio Otomano, en el que los griegos bizantinos tuvieron un importante peso económico. Solo el intercambio de poblaciones de 1923 (hoy se habla eufemísticamente de “limpieza étnica”) hizo que más de millón y medio de griegos abandonaran Anatolia.
Armenia y Georgia, en el Cáucaso, también orbitaron en torno a Bizancio durante un milenio y a partir de ello modelaron su cultura y literatura.
¿Y qué decir del llamado cristianismo oriental? Los cristianos árabes, repartidos en diversas iglesias, constituyen una comunidad con vínculos colectivos que atraviesa todos los países de Oriente Próximo y Medio. En algunos de ellos son comunidades numerosas, como los maronitas del Líbano o los coptos de Egipto. En otros, son menguantes o están amenazadas (Siria, Palestina, Irak). Pero todos son memoria viva de la época en la que la cristiandad gobernaba aquellas tierras antes del Islam.
Por cierto: el Islam trataba a aquellos cristianos como hermanos, “gentes del libro”, sabedor de que su cultura derivaba de una reinterpretación del mundo judeocristiano infiltrado en Arabia por misioneros. El alfabeto árabe, luego utilizado para escribir el Corán, fue desarrollado por los Gasánidas, árabes cristianos que en el siglo VI gobernaron el reino nabateo como aliados de Bizancio.
Más al sur, en el cuerno de África, encontraremos que países como Etiopía y Sudán fueron convertidos al cristianismo. No por modernos misioneros, sino por los enviados desde Constantinopla en los siglos IV-VI. La fidelidad de los antiguos nubios a la fe ortodoxa se expresó en su adopción del griego como lengua oficial hasta el siglo XII, como prueban los centenares de inscripciones y grafitis en griego que nos han llegado de ellos.
Italia fue medio bizantina durante siglos. Especialmente el sur –donde quedan hoy unos pocos hablantes del “grico”– y Sicilia durante la Alta Media. Más tarde, en los siglos XIV-XV, la intelectualidad bizantina se asentó en el país, antes de que los turcos tomaran Constantinopla, y contribuyó a la aparición del Humanismo.
Había importantes comunidades griegas por toda Italia, especialmente en la “bizantinísima” Venecia, donde la imprenta de Aldo Manuzio, entre 1490-1515, llevó a las prensas a todos los clásicos griegos con ayuda de eruditos y cajistas bizantinos.
Esta rápida gira en torno a Bizancio ilustra la importancia de la herencia bizantina, por más que represente una civilización extinta. Bizancio constituyó un imperio influencer, exportador de cultura durante mil años, en los que se crearon las modernas naciones europeas. Desde Moravia hasta Etiopía, desde Cerdeña hasta Armenia, lo bizantino se constituyó en referencia de muchas culturas.
La herencia bizantina
Volvemos pues a nuestro punto de partida: ¿merece la pena leer algunas de las 100 millones de palabras que nos ha legado la literatura bizantina? Empezamos a pensar que sí cuando tenemos en cuenta que buena parte de esa literatura se tradujo a muchas lenguas de los países señalados.
Encontramos traducciones árabes, sirias, armenias, georgianas, eslavas, rusas, etíopes y, por supuesto latinas, de todos esos textos antes de la época moderna. Hoy en día, quienes no saben griego, pueden recurrir a traducciones de lenguas modernas para leer los principales textos bizantinos.
No hay excusa para que Bizancio siga siendo marginado por nuestros diplomáticos cuando tratan de establecer puentes entre culturas; por nuestros políticos que hablan de globalización sin darse cuenta de que esta no es un fenómeno reciente, sino una tradición cultural milenaria que intentan borrar los modernos nacionalismos; por nuestros educadores, que han arrinconado el griego clásico en las escuelas sin saber que con ello eliminan una llave mágica que nos lleva de la Grecia clásica a Bizancio y más allá; por los historiadores, que olvidan que entre Occidente y el Islam hubo una tercera civilización sin la que no se entiende Europa…
La lista podría incrementarse hasta el infinito. Para comprobar la necesidad de saber más del tema, lean a Averil Cameron, Cuestiones bizantinas, o a William Dalrymple, Desde el Monte Santo: viaje a la sombra de Bizancio. Bastará con concluir diciendo que “Byzantium matters”.