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El rey Juan Carlos huye de España: la historia debe seguir juzgándolo

Roberto R. Aramayo, Profesor de Investigación IFS-CSIC (GI TcP). Historiador de las ideas morales y políticas., Instituto de Filosofía (IFS-CSIC)

Felipe VI y Juan Carlos I, en un acto de 2012, cuando el segundo aún ejercía la jefatura del Estado español. Shutterstock

Adaptando la parábola del cuento de Andersen titulado El traje nuevo del emperador, en términos generales los reyes deben estar ante la justicia tan desnudos como el resto de sus conciudadanos, y no arropados por una especie de armadura que les ofrezca un blindaje para sus eventuales desmanes. A veces las casas conviene rehabilitarlas por el tejado, para que no se desplome la estructura y sepulte sus cimientos. Está en juego nuestro actual sistema democrático.

Antaño los monarcas abdicaban por mal de amores, como fuera el caso de Eduardo VIII en el Reino Unido y, en España, del primogénito de Alfonso XIII, quien por otro lado partió para Roma tras unas elecciones municipales que propiciaron la Segunda República española y abolieron inopinadamente la monarquía.

La mujer del César

Pero el caso que nos ocupa es muy diferente. Juan Carlos I, que ha abandonado ya España, tras las investigaciones abiertas sobre sus supuestos fondos en paraísos fiscales, fue ungido Jefe del Estado por un dictador, pese a lo cual siempre se le agradeció el servicio prestado a una transición política considerada ejemplar, incluyendo un polémico golpe militar en el que por desgracia su papel nunca quedó del todo claro. La historia habrá de seguir juzgándolo.

Comoquiera que sea, los gobernantes deben tener una conducta ejemplar y, como en el caso de la mujer de César, su conducta no sólo debe ser honesta, sino incluso parecerlo. Que un rey emérito se vea envuelto en casos de opacidad fiscal resulta inaceptable, al margen de cualesquiera otras explicaciones.

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La hoja de servicios del monarca emérito exige sin duda su ostracismo, pero también que renuncie al privilegio de una incomprensible inmunidad, al igual que debería hacer Felipe VI por bien de la institución, si quiere darle alguna oportunidad a la Princesa de Asturias. Determinadas magistraturas deben verse preservadas para garantizar el ejercicio de sus funciones, pero esto no exime de rendir cuentas por actos ajenos al ejercicio del cargo.

No se trata del dilema entre monarquía o república

Si el actual gobierno español fuera tan fiero y radical como algunos lo pintan, habrían podido prevalerse del estado de alarma para perpetrar mil tropelías. Alguna que otra nacionalización y decretos a mansalva. Pero en realidad más que lobos con piel de cordero, parece gente de orden con mala fama.

Ni siquiera se les ocurrió incautar patrimonios de origen dudoso. ¿No hubiera sido buena ocasión para regularizar las cuentas con el fisco del rey emérito? Las declaraciones de los destinatarios del dinero son irrelevantes, porque la cuestión es que, al margen de que no pueda explicarse su acumulación por ingresos conocidos, también eran opacos a la hacienda pública.

Ejemplaridad pública

Flaco favor se hace a la institución monárquica, manteniendo la inmunidad para su titular incluso tras haber abandonado el desempeño de las funciones anejas a la corona, por mucho que no se hubiera previsto una época en donde proliferan los eméritos entre la realeza y el papado.

Esto vale igualmente para Felipe VI. No se trata de socavar la monarquía parlamentaria en aras del republicanismo. Están en juego nada menos que los pilares del Estado de Derecho, los cuales quedan erosionados por la estrategia del avestruz. La ejemplaridad pública no puede quedar comprometida por ese tipo de aforamientos.

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Espíritu republicano

Tal como señala Kant en Hacia la paz perpetua, importa menos la forma del gobierno que su modo de gobernar. Una monarquía constitucional democrática debe atenerse a un modo de gobernar presidido por el espíritu republicano, donde rijan los principios de libertad e igualdad, junto al de independencia económica o autonomía, para cuantos integren esa república o forma de Estado.

El propio Kant nos dice también que los monarcas y los gobernantes en general están mas cerca del ojo de Dios, es decir, de aquella instancia en que reposa la soberanía, con arreglo al dictamen que Kant comparte con Rousseau, es decir, el conjunto de la ciudadanía.

Llevaba razón Kant al decir que los filósofos no deben gobernar, ni los reyes filosofar, porque se trata de dos oficios absolutamente incompatibles, por cuanto el ejercicio del poder corrompe inexorablemente nuestro juicio y le hace parcial.

Políticos morales y aprovechateguis de la política

Con todo, estas reflexiones no valen únicamente para los reyes, eméritos o en ejercicio, sino también para todos los políticos con altas responsabilidades decisorias. Las altas magistraturas del Estado, cualesquiera que sean sus orígenes ideológicos o su pedigrí, deben tomar buena nota y atenerse a las consecuencias.

Porque los dictámenes kantianos relativos a los moralistas políticos y los políticos morales valen igualmente para todos cuantos deban rendir cuentas a la ciudadanía por su comportamiento inapropiado. No cabe confundir al conjunto de los ciudadanos con la militancia del propio partido.

Como bien señaló Weber, una cosa es vivir para la política y otra vivir de la misma. La irresponsabilidad es incompatible con una vida pública digna y el rey emérito debe atenerse a las consecuencias, perdiendo por de pronto un título honorífico que no parece compadecerse con sus hechos.

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