La historia sin histerias: a propósito del rey emérito y sus avatares
Juan Sisinio Pérez, Catedrático de Historia Contemporánea, Universidad de Castilla-La Mancha
Se abusa del calificativo de “hecho histórico”. Que el rey emérito deje la residencia oficial de la que disfrutaba como anterior Jefe de Estado es una buena anécdota para comprobar la fortaleza de la democracia española. No tiene por qué haber un antes y un después, aunque es cierto que este hecho, debido a comportamientos nada ejemplares, parece, del anterior rey, permite a ciertas voces pretendidamente progresistas extrapolar la coyuntura para cambiar (¿o acaso dinamitar?) el actual sistema constitucional.
Quizás convenga aportar tres precisiones históricas:
1. El papel de los individuos en la historia
Es amplio el debate sobre el peso que cada individuo tiene en los procesos históricos. En este caso es justo subrayar que en la transición de la dictadura de Franco a nuestra actual democracia no hubo un piloto clarividente que supiera el rumbo preciso y seguro en cada momento entre 1975 y 1982. Santos Julià, maestro de historiadores, nos ha enseñado la complejidad de tal proceso en su, por desgracia, último libro.
Ahora bien, en ese entramado de fuerzas sociales y cambios económicos y culturales que dieron paso a una sociedad democrática, son muy importantes las decisiones de los individuos que tienen poderes para frenar o arropar unas u otras exigencias politicas. Y en este caso hay datos suficientes para defender que Juan Carlos I supo captar y subirse a lomos de las demandas democráticas que existían entre la mayoría de los españoles en esos años.
2. La Constitución de 1978 cumplió el programa republicano
El republicanismo de los siglos XIX y XX nunca se redujo a quitar reyes. Bebió de la tríada conceptual de “libertad, igualdad y fraternidad” que se enarboló en las revoluciones liberales norteamericana y francesa y que en España tuvo un largo camino entre las Cortes de Cadiz (1810-1813) y el sexenio democrático (1868-1874) con la experiencia de la Primera República. En esos años se fraguó el republicanismo como un programa de reformas políticas, socioeconómicas y culturales que podríamos catalogar como el embrión y avance de lo que hoy llamamos “Estado democrático y social de derecho”.
Es cierto que para alcanzar esas metas chocaron con el papel que los liberales conservadores asignaron a la Corona como poder imbricado claramente con los intereses y corrupciones de las oligarquías. De ahí el protagonismo político que tuvieron las decisiones tanto de Isabel II como de Alfonso XIII. Las Constituciones de 1845 y 1876 se lo permitían.
Por eso el programa republicano chocaba con el muro de La Corona. Por eso también se produjo el derrocamiento de Isabel II y luego se tuvo que exiliar Alfonso XIII. Nada que ver ni en contextos ni en fuerzas políticas con la situación de 2020. Las comparaciones en historia deben hacerse con mucha precaución para subrayar diferencias y no caer en trampantojos que falseen la realidad.
Ahora bien, con las experiencias amasadas durante la Segunda República (1931-1939), la trágica Guerra civil y la dolorosa dictadura de Franco, se puede concluir que en la Constitución de 1978 se recogieron los derechos y aspiraciones que desde hacía un siglo habían sido bandera de un amplio abanico de fuerzas progresistas.
Más aún: con la Constitución de 1978 se puede afirmar que ganaron la partida los vencidos en la Guerra civil, por más que quedasen asuntos que posteriormente se han considerado insoslayables. En este sentido, el republicanismo como fuerza política perdió su sustento histórico y vio cumplidos sus objetivos sociales.
3. Y, sin embargo, ¿se nos desquician las prioridades?
Si los observatorios más serios incluyen la democracia española entre las más avanzadas del mundo, y en la que, por primera vez en nuestra historia, sí, por primera vez, los corruptos han sido juzgados y condenados (presidente de la patronal, políticos de todo signo y de alto copete, miembros de la familia real…) ¿por qué queremos convertir en hecho decisivo e histórico para toda la sociedad el comportamiento de un rey que, por más que haya noticias e indicios nada ejemplares, ni ha sido incriminado ni juzgado por ninguna instancia judicial?
¿Por qué un torbellino de chismes y tuits tan expandido por los medios de comunicación y redes sociales, con prédicas de moralina legítimas, aunque mucha veces incoherentes en boca de quienes las pronuncian, sustituye a los jueces y al derecho a un juicio justo?
En un año en el que la sociedad española está sufriendo la crisis socioeconómica más grave desde la Guerra civil, la razón democrática puede aportar argumentos suficientes para aparcar el cambio que ciertas voces plantean en las prioridades políticas.
¿Se incrementaría con esa obsesión antimonárquica la calidad y solidez de nuestra democracia y se facilitaría el consenso para recuperar la prosperidad económica y las ventajas sociales de las clases y sectores más perjudicados por la crisis?
¿O sería una querella supuestamente de izquierdas para ocultar la incapacidad de lanzar metas que atiendan las necesidades del mayor número posible de ciudadanos?
Se puede cuestionar la Monarquía, por supuesto, pero también cabe defender que, desde 1978 hasta hoy, esta institución no ha sido obstáculo para políticas democráticas, progresistas y/o de izquierdas.
En este sentido, frente al uso histérico de hechos históricos, convendría recordar que un gobierno democrático, además de atender a sus aliados, también debería fraguar puentes con una oposición que representa a la otra mitad de ciudadanos, igualmente parte del Estado.