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¿Quién decide si debe ponerse la vacuna contra el SARS-CoV-2 una persona incapacitada?

Shutterstock / LIAL

Ekain Payán Ellacuria, Universidad del País Vasco / Euskal Herriko Unibertsitatea

Hace unos días saltó a la luz la resolución dictada por un Juzgado de Santiago de Compostela, que decretó la vacunación obligatoria contra la covid-19 de una residente incapaz de decidir por sí misma. Ella contaba con la oposición de su hija, contacto de referencia.

Casos similares han trascendido ya en otros hospitales geriátricos de la geografía española, el de Sevilla y, de nuevo, Santiago de Compostela con idéntico desenlace. Podrán darse más casos como estos en colectivos vulnerables que no gocen de capacidad suficiente y cuyos representantes legales rechacen la inmunización.

Entre ellos podríamos encontrar personas con discapacidad (grandes dependientes o no), personas mayores (entre otras, las de 80 años y más años, próximo grupo prioritario, dado que su inmunización sería un 43 % más eficaz que la del resto de grupos adultos) o, llegado el momento, menores de 16 años no emancipados.

Por el momento, la Fiscalía ya ha expresado su posición favorable a inocular a los usuarios incapaces. Para ello, ha facilitado a estos efectos un formulario a los propios centros, proceso que puede acarrear la remoción de la tutela o su atribución exclusiva a otra de las partes.

Este hecho, unido al carácter voluntario de la vacuna, ha llevado a cuestionar a quién corresponde dicha decisión: ¿al paciente, a su tutor legal o a la autoridad judicial? ¿Es ético que, ante la imposibilidad de recabar el consentimiento informado del interesado, no se atienda al criterio manifestado por el familiar o persona designada para actuar en su nombre?

¿Qué dice la ley?

Una vez alcanzados los dieciocho años, los ciudadanos pueden, con independencia de su edad, optar por no vacunarse. Para ello, deben conservar plenamente la aptitud para ejercer los derechos y obligaciones de los que son titulares. A esto se le denomina capacidad de obrar (art. 322 Código Civil).

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Por tanto, su despliegue (o, en su caso, privación) depende de la situación cognitiva y funcional en la que se encuentre cada sujeto. Esto difiere de la capacidad jurídica (que coincide con la personalidad y que es adquirida con el nacimiento y una vez producido por completo el desprendimiento del seno materno (art. 30 Código Civil).

Así pues, cuando una persona no puede autogobernarse, bien porque así lo haya hecho constar el facultativo en su informe, bien porque medie una sentencia de incapacitación dictada por un juez (arts. 199-201 Código Civil), ha de ser sustituida en sus actos jurídicos por un tercero.

Sin embargo, el alcance de este poder por esa tercera persona no es ilimitado ni absoluto. Así lo acota el art. 216 del Código Civil cuando dice que “Las funciones tutelares (…), se ejercerán en beneficio del tutelado y estarán bajo la salvaguarda de la autoridad judicial”.

Más precisamente, el art. 9.6 de la Ley 41/2002, de 14 de noviembre, básica reguladora de la autonomía del paciente y de derechos y obligaciones en materia de información y documentación clínica, establece que, cuando el consentimiento sea otorgado por el representante o persona vinculada familiarmente o de hecho, “(…) la decisión deberá adoptarse atendiendo siempre al mayor beneficio para la vida o salud del paciente”. Es decir, la decisión no podrá apartarse de lo que, conforme a la evidencia científica de la que se disponga en cada momento e historial médico del incapaz, sea objetivamente mejor para preservar su vida o salud.

En caso de que ocurra lo contrario, esta ley exige que la situación se ponga en conocimiento del juez competente, directamente (quien tenga un interés legítimo, en este caso, a instancias de la residencia) o de oficio (a través del Ministerio Fiscal) para que, a la vista del informe médico forense, se resuelva.

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Incluso, contempla que en caso de que sea imposible obtener la autorización judicial en tiempo y forma, el profesional sanitario pueda vacunar por motivos de urgencia, al encontrarse este bajo estado de necesidad u obrando en el cumplimiento de un deber (arts. 20.5 y 20.7 Código Penal).

En igual sentido lo regula el art. 6.1.d de la Ley 3/2001, de 28 de mayo, reguladora del consentimiento informado y de la historia clínica de los pacientes, al señalar que “En caso de que la decisión del representante legal sea contraria a los intereses del menor o incapacitado, los hechos habrán de ponerse en conocimiento de la autoridad competente en virtud de lo dispuesto en la legislación civil”.

¿Es éticamente aceptable esta limitación?

Paralelamente, cabe examinar si la decisión del Juzgado en cuestión es ajustada no solo a las leyes, sino a los estándares de la ética. Siendo este un conflicto de intereses, debe estarse a los argumentos esgrimidos por las partes para su ponderación.

Por un lado, se ha relatado que la hija de la paciente aludió al grado de responsabilidad que le suponía tomar unilateralmente una decisión de esta envergadura. Además, afirmó que le parecía más prudente que no se vacunara a su madre a fin de evitar posibles efectos adversos derivados de la misma. En ningún momento hizo alusión a alguna contraindicación o patología previa padecida por su progenitora y que, en función de su gravedad, podría haber llegado a reforzar su posición, en este caso, contraria a la vacunación.

Por otro, debe tenerse en cuenta que la vacuna obtuvo la evaluación positiva de la Agencia Europea del Medicamento y que, asimismo, la Organización Mundial de la Salud validó su seguridad y eficacia.

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Junto con lo anterior, debe subrayarse que, solo en la primera oleada, casi la mitad de los fallecidos en nuestro país se produjeron en residencias de mayores.

Estos datos reflejan el riesgo de que esta persona pudiera contraer la covid-19 con consecuencias aún más gravosas, tal y como refrendan los datos de las fiscalías provinciales al cuantificar el exceso de mortalidad en residencias entre un 6% y un 8%.

Además, la decisión no afecta solo a su vida o salud, sino a la del resto de residentes. Por tanto, se podría, incluso, prescindir de su consentimiento por razones de salud pública (art. 9.2.a, de la Ley de Autonomía del Paciente).

Por lo anterior, parece razonable que la vacunación pueda responder mejor a los principios bioéticos básicos de beneficencia y no maleficencia, pues no solo pretende no hacer daño, sino que el beneficio potencial es muy superior, máxime cuando los efectos secundarios reportados hasta la fecha son mínimos.