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La sorprendente historia que cuentan los refranes sobre el agua, el vino y el aceite de oliva

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Esteban T. Montoro del Arco, Universidad de Granada

No hay duda de que la cocina vive un auténtico boom en nuestros días, merced sobre todo al buen hacer de nuestros afamados cocineros (chefs, por usar una palabra de moda) y al refinamiento que han aportado a las artes culinarias, pero también, qué duda cabe, gracias a la visibilidad que les han conferido los medios de comunicación a través de algunos programas de televisión muy populares.

En el ámbito académico, paralelamente, están cobrando mucho auge los llamados food studies (estudios sobre comida), en cuyo marco se trasciende el análisis del mérito gastronómico, estético o nutricional de los platos y se persigue examinar críticamente la comida como producto cultural, a través de su relación con los variados ámbitos de la ciencia, el arte, la historia, la sociedad, la literatura o las lenguas.

En este último espacio, el de la lingüística, se inscribe el análisis cognitivo y cultural de la fraseología, área que contempla refranes, locuciones, fórmulas, etc. y, en general, todas las manifestaciones lingüísticas fosilizadas y almacenadas en la memoria colectiva de los hablantes.

El acceso a esta sabiduría popular lo proporcionan recopilaciones como el Vocabulario de refranes y frases proverbiales (1627) del catedrático salmantino Gonzalo Correas, una de las fuentes más importantes de la lengua española y acaso el primer refranero de gran tamaño en nuestra lengua, por número de unidades recogidas.

En la fraseología se reflejan las cualidades y connotaciones socioculturales que se han ido asociando durante siglos con los alimentos que han estado en la base gastronómica de una comunidad, como ocurre con dos de los productos –líquidos en este caso– más relevantes para la cultura mediterránea: el aceite de oliva y el vino.

No es de extrañar, por tanto, que todas las lenguas romances tradicionalmente hayan empleado ambos –juntos, en contraste o por separado– para mostrar su peculiar visión del mundo, a través de imágenes o apreciaciones construidas sobre sus características sensoriales, los efectos físicos y anímicos que produce su consumo o las circunstancias y contextos de la vida, privados o públicos, en los que suelen estar presentes.

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Dos productos clave en la cultura mediterránea

El aceite y el vino son consumidos y han estado relacionados desde antiguo en España. La existencia de olivos en Europa se remonta al menos doce milenios atrás y el cultivo específico de la variedad de olivo Olea europea cuenta con seis mil años en la ribera mediterránea.

El vino, por su parte, es un signo identitario de los países sureños frente a las culturas europeas septentrionales, como las célticas, más aficionadas (no solo en el pasado) al consumo de cerveza. A este respecto, hay datos bastante reveladores: no hay ni una sola referencia a esta última en el Vocabulario de Correas, mientras que los fraseologismos relacionados con el vino rondan el medio millar.

Tanto el vino como el aceite han sido alimentos muy bien valorados y hoy son muy conocidas sus bondades desde un punto de vista nutricional y médico, en la lucha contra el cáncer o las enfermedades cardiovasculares, como indica la Fundación para la investigación del vino y la nutrición.

Tan básicos son estos productos que, según el refranero, podríamos subsistir con ellos y un tercero, el pan obtenido del trigo, cereal básico en la alimentación occidental (frente a otras civilizaciones que se han asentado y desarrollado a partir del cultivo de otros cereales, como el arroz o el maíz):

Con pan, aceite y vino, anda Olite su camino.

Pan de trigo, aceite de oliva y de la parra el vino.

Sin embargo, no todas las capas sociales tenían acceso a él y, de hecho, existían distintas calidades basadas en la índole de los frutos originarios, uva o aceituna, y en el cuidado e higiene en su extracción, transporte, almacenamiento y manipulación.

Vino y aceite, alimentos de lujo

El refranero recomienda la moderación en su consumo en principio por salud (El agua como buey, y el vino como rey: “Que del agua se puede beber largo sin nota, y no del vino, porque ha de ser moderado”–, explica Correas), pero sobre todo porque eran productos caros e incluso artículos de lujo (Aceite, vino y sal, mercadería real), que era necesario administrar y racionar (Lo que me habías de dar frito, dámelo asado, y cata el aceite ahorrado), máxime en época de Cuaresma, cuando el gasto de aceite en la cocina se disparaba por evitar la manteca de cerdo (Cuaresma, pronto vete, que está caro el aceite).

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Ahora bien, si se gozaba de poder adquisitivo, ancha era Castilla: Dineros en manga, tanto vino como agua (“Que el que tiene dineros puede comprar de lo que quisiere, tanto como agua, que es barata”, glosa Correas).

Contrariamente a lo que hoy se afirma, al menos con respecto al aceite, según la fraseología ambos productos mejoran con el tiempo:

El amigo y el vino, antiguos.

Vino, amigo y aceite, cuanto más antiguo, más ferviente.

Este último paralelismo con la noción de amistad se percibe en otras expresiones en las que a cada líquido se le asocia un compañero distinto: el aceite “hace buenas migas” –nunca mejor dicho– con el pan (Llevarse como el pan y el aceite), mientras que el vino prefiere otro maridaje más suculento: En el queso y el jamón conoce el hombre a su compañón (y matiza Correas: “en el beber”).

Poder calórico y de exaltación

El vino constituye un alivio tanto para el cuerpo, porque provoca un aumento de la temperatura con el que combatir el frío (El vino calienta y el aceite alimenta; Abril frío, pan y vino; A catarro gallego, tajada de vino), como para el espíritu.

De hecho, puestos a elegir, se prefiere el calor interior del vino al externo del embozo (A Dios, que me voy con la colorada: y era una bota de vino o la mejor manta), pues, como explica el fenómeno cognitivo del embodiment (esto es, la conceptualización de emociones y construcciones mentales abstractas a partir de las experiencias corporales), aquel no solo caldea las carnes, sino también el ánimo, pudiendo provocar tanto una pelea como la más exaltada declaración de amistad.

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O incluso algo más: según relata en De re coquinaria Marco Gavio Apicio, considerado el primer gourmet de la historia, la deriva de los banquetes de los patricios dependía de las proporciones de agua y vino empleadas en su mezcla (habitual esta, por cierto, entre los romanos).

Así, cuando se incluía una medida de vino por tres de agua, se trataba de un banquete “serio”; si eran dos de agua por cada tres de vino, pasaba a “festivo”; pero si se combinaban vino y agua a partes iguales, el banquete podía desembocar en una “orgía incontrolable”.

El tercer líquido en discordia

En este punto, en el refranero se reivindica con frecuencia el vino frente al agua, tercer líquido en discordia, que sale muy mal parado de la comparación:

El agua hace mal, y el vino hace cantar.

¡Más vale vino maldito que agua bendita!

El agua para los bueyes, y el vino para los reyes.

Con el vino sanaría yo, marido; con el agua póngome mala.

Se llega incluso al punto de despreciar el consumo del líquido elemento:

Algo tendrá el agua cuando la bendicen.

Si el agua pone así los caminos, cómo pondrá los intestinos.

Sin embargo, y a la postre, se la reconoce como aliada del beodo ante las resacas:

Al borracho fino, no le basta agua ni vino.

Aparte, y como contrapartida, también se celebran las bondades del agua o, si lo interpretamos en términos negativos, de no consumir alcohol, aunque en el fondo esto tenía que ver más con el bolsillo que con la salud:

El agua no embeoda ni endeoda.

Buena es el agua, que cuesta poco y no embriaga.

El agua ni envejece ni empobrece.

¿Con cuál se quedan ustedes?