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Si ayunamos, las células reciclan: así funciona la autofagia

Imagen de microscopía electrónica de transmisión de una vesícula autofágica en el riñón de un ratón. Wikimedia Commons / International Journal of Plant Genomics, CC BY-SA

Juan Zapata Muñoz, Centro de Investigaciones Biológicas Margarita Salas (CIB – CSIC)

Imaginemos unas cuantas células eucariotas en un charco primitivo. Flotando libremente, tomando alimento con el único propósito aparente de dividirse y propagar su información genética generación tras generación.

Ahora, supongamos que viene un período de escasez de alimento. Las células mejor adaptadas al ayuno serán las que sobrevivan y puedan resistir hasta que vuelvan épocas de abundancia. Es lógico pensar que estas situaciones repetidas a lo largo del tiempo provocaran el desarrollo de sofisticados mecanismos de adaptación al ayuno.

Pues bien, uno de estos mecanismos es la autofagia, un proceso con millones de años de antigüedad y que empezamos a conocer hace tan solo 50.

La autofagia nos enseñó a reciclar y a sobrellevar el hambre

Desde pequeños nos enseñaron la regla de que el plástico iba al contenedor amarillo, el cartón al azul y el vidrio al verde. Esta simple división facilita mucho el reciclado de los materiales para poder darles un nuevo uso, ¿verdad? Pues bien, resulta que nuestras células ya lo sabían, porque llevan reciclando desde que nacimos.

Las células de nuestro cuerpo (y cualquier célula eucariota en general, como las levaduras que hacen el pan) son capaces de envolver y atrapar dentro de membranas los orgánulos y proteínas que ya no les sirven y llevarlos al orgánulo que se encarga de degradar y reciclar (autofagia), el lisosoma.

De esta manera consiguen reutilizar los componentes “basura” de la forma más conveniente para ellas en cada momento. Cuando las células ayunan, llevan a reciclar muchas más moléculas. ¿Por qué? Porque necesitan adaptarse a la situación y sobrevivir, así que echan mano de todo lo que pueden reutilizar.

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Una herramienta para transformarse

Todos nosotros procedemos del cigoto, que es la célula resultante de la unión del espermatozoide con el óvulo. Es impresionante pensar cómo, a partir de esa única célula, puede generarse un organismo tan complejo como el ser humano. Y es inevitable, por tanto, que durante el desarrollo haya transformaciones de unas células en otras, lo que se conoce como diferenciación celular.

Pues bien, se ha detectado que la autofagia es necesaria en algunas de estas transformaciones celulares. ¿Y para qué? Pues principalmente para eliminar todo aquello que la célula no va a necesitar en su nueva vida.

Un ejemplo sería la formación de glóbulos rojos (las células encargadas de transportar el oxígeno en la sangre). Se ha visto que ratones mutantes para genes que participan en el proceso de la autofagia acababan desarrollando anemia (escasez de glóbulos rojos).

Y lo más increíble de todo es que la célula es capaz de distinguir qué quiere degradar mediante la autofagia y qué no. Por ejemplo, en el caso de la formación de las células ganglionares de la retina (que llevan la información visual al cerebro), lo que se degrada de forma selectiva para la transformación celular son las mitocondrias, las encargadas de obtener la energía.

Una herramienta para enfrentarse a virus, bacterias y enfermedades

Teniendo toda esa maquinaria preparada para envolver la basura, ¿por qué no usarla para degradar a virus y bacterias? Parece ciencia ficción, pero no lo es. Nuestras células también han aprendido a usar este proceso de empaquetado y degradado para defenderse frente a las infecciones.

Pero no es oro todo lo que reluce. Algunas bacterias y virus han evolucionado de tal forma que pueden aprovechar el mecanismo de la autofagia para pasar inadvertidos y crecer con mayor facilidad.

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Siendo un proceso tan básico y esencial para las células, no es de extrañar que también esté implicado en multitud de enfermedades. Especialmente en las neurodegenerativas, aunque también en inflamatorias, autoinmunes y oncogénicas.

En la mayoría de las enfermedades neurodegenerativas se produce la acumulación de alguna proteína, lo que automáticamente lleva a pensar que hay un fallo en el sistema de degradación de las mismas. También se han detectado multitud de mutaciones en genes relacionados con la autofagia que son factores de riesgo de estas enfermedades.

Pero no solo parece estar relacionado con la capacidad de degradar proteínas acumuladas. Se sabe que la autofagia es importante también para la formación y eliminación de sinapsis (conexiones neuronales) durante el desarrollo. Uno de los signos del autismo es el exceso de estas sinapsis neuronales y, efectivamente, se ha visto que ratones con comportamientos autistas (con la mutación Tsc2+/-) pueden mejorar si se les trata con inductores de autofagia.

El principal factor de riesgo de estas enfermedades neurodegenerativas es la vejez. Nuevamente, la autofagia parece jugar un papel clave aquí. Los científicos han conseguido que moscas, gusanos y ratones vivieran más tiempo induciendo este proceso. Pero una cosa es hacerlo en estos animales y otra muy distinta traspasar de forma segura estos resultados al ser humano y a la clínica.

¿Un proceso para controlarlos a todos?

Anemia, enfermedades neurodegenerativas, autismo, vejez… ¿es la autofagia la cura definitiva a todos estos problemas? Es normal que, al ser un proceso tan básico en la vida de una célula, se vea afectado en diversas enfermedades. Y por eso mismo, también hay que tener mucho cuidado a la hora de modularlo. No tendría sentido aumentar la formación de membranas que recojan la basura celular si el encargado de degradarla está obsoleto, por ejemplo.

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En definitiva, para poder usar la autofagia en nuestro beneficio es esencial comprender qué parte del proceso se ve afectado en cada enfermedad. Y así decidir si es inteligente usar una diana u otra.

En cualquier caso, sin duda estamos ante una potencial diana terapéutica. Multitud de empresas se han lanzado ya en una frenética carrera por encontrar fármacos que modulen la autofagia de forma segura y satisfactoria en diferentes contextos clínicos.


Este artículo fue finalista en la II edición del certamen de divulgación joven organizado por la Fundación Lilly y The Conversation España.


Juan Zapata Muñoz, Doctorando en Neurociencia, Centro de Investigaciones Biológicas Margarita Salas (CIB – CSIC)