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La OTAN y el dilema de seguridad

Cuartel general de la OTAN en Bruselas. Shutterstock / Drop of Light

Carlos López Gómez, Universidad Nebrija

Una valoración de conjunto del papel de la Organización para el Tratado del Atlántico Norte (OTAN) en la Historia de las Relaciones Internacionales desde su creación es una tarea difícilmente abarcable para el historiador, sobre todo si se pide en términos de luces y sombras, requiriendo del autor de la reflexión un posicionamiento de aprobación o desaprobación de la Organización.

La protección de los Estados miembros

Relativismos éticos al margen, una primera dificultad viene dada por la inevitable coexistencia de perspectivas dispares. Así, en lo que se refiere a la defensa del sistema capitalista en Norteamérica, Europa occidental, Grecia y Turquía durante la Guerra Fría, y en cuanto a la disuasión de todo ataque soviético contra estos países y el mantenimiento sobre ellos de la dependencia militar y política hacia Estados Unidos, sin duda hablaríamos de una historia de éxito (recordemos las clarividentes palabras de su primer secretario general, Hastings Ismay: la OTAN se creó para mantener a los rusos fuera, a los americanos dentro y a los alemanes abajo).

Otro tanto se podría decir de la percepción de seguridad derivada de la pertenencia a la OTAN para los Estados que se han adherido a ella en sucesivas oleadas tras el fin de la Guerra Fría, que entienden –y la actual situación de Ucrania alimenta evidentemente esta convicción– que el paraguas atlántico protege su seguridad de toda agresión desde el exterior.

Los riesgos de la disuasión

Sin embargo, si tomamos por referente el mantenimiento de la paz mundial en el largo plazo (no ya desde una perspectiva idealista, sino asumiendo, como Kissinger, que la paz viene dada por la estabilidad del orden), pueden surgir algunas dudas. No se debe olvidar que la firma del Tratado de Washington de 1949 constituyó un paso más en la peligrosa escalada de tensión entre bloques que dio nacimiento a la Guerra Fría, ni que fue la incorporación de la República Federal Alemana en 1955 lo que azuzó la creación, al otro lado del Telón de Acero, del Pacto de Varsovia.

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Los estudiosos de la Teoría de las Relaciones Internacionales hablan de un dilema de seguridad que surge cuando, ante la percepción de una amenaza exterior, los Estados emprenden acciones disuasorias que son potencialmente percibidas como amenazas por sus rivales, redundando ello en una espiral de rearme que socava la estabilidad y puede precipitar la guerra.

Firma del Tratado de Washington por el presidente de Estados Unidos, Harry Truman, el 4 de abril de 1949. Wikimedia Commons / Abbie Rowe

Desde este punto de vista, la historia de la OTAN, especialmente tras la desaparición de la Unión Soviética, constituye un interesante caso de estudio. La disolución del Pacto de Varsovia en 1991 y las tentativas de hacer realidad la casa común europea preconizada por Mijaíl Gorbachov, con la entrada de los antiguos países socialistas en el Consejo de Europa o la creación de la Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa (OSCE), bien podrían haber conducido a la desaparición de la OTAN, perdida ya su razón de ser original.

Una nueva OTAN en la posguerra fría

En su lugar, la OTAN no sólo no se esfumó sino que emprendió una ambiciosa transformación que la llevó a intervenir más allá de sus fronteras erigiéndose en una suerte de policía mundial. De entonces datan sus primeras operaciones militares de combate, las desarrolladas en Bosnia-Herzegovina entre 1992 y 1995, que forzaron a los serbios a aceptar una negociación que puso fin a aquella guerra.

Si las acciones en Bosnia contaron con el aval de Naciones Unidas y gozaron de un amplio consenso internacional, no ocurrió otro tanto con la intervención en Yugoslavia en 1999, realizada con la oposición de Rusia y de China (cuya Embajada en Belgrado fue, además, bombardeada).

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Ese mismo año se adhirieron a la Organización Polonia, la República Checa y Hungría en la primera de las cinco tandas de expansión al este que hemos vivido hasta ahora, y en la Conferencia de Washington se aprobó un nuevo Concepto Estratégico que preveía que la OTAN asumiera una responsabilidad más allá de la mera defensa colectiva en la gestión de crisis y la seguridad a escala mundial, un papel ejecutado en misiones como la desplegada en Afganistán entre 2003 y 2014, tras la invasión estadounidense, o en la lucha contra la piratería en el Índico entre 2008 y 2016.

¿Ha proporcionado más estabilidad?

Que la expansión de las actividades de la OTAN, con una treintena de misiones desde 1990, y su ampliación hasta los treinta miembros actuales, mas acuerdos de cooperación con otras tantas naciones, despertara recelos en sus potenciales rivales no es algo sorprendente. Mucho se ha recordado en Rusia en los últimos meses la promesa –no escrita– hecha por el secretario de Estado de EE. UU. James Baker a Gorbachov en 1990 de que la OTAN no se extendería “ni una pulgada” hacia el este. En parecidos términos se expresaron entonces el secretario general, Manfred Wörner, y otros líderes occidentales. A mayor abundamiento, cuando en 1997 se planteó la posibilidad de dar entrada a países centroeuropeos, el antiguo Embajador de EE. UU. en la URSS Jack Matlock lo desaconsejó ante el Senado de su país como “el error estratégico más profundo cometido desde el final de la Guerra Fría”, y George F. Kennan, autor intelectual de la doctrina Truman en 1947, señaló en el New York Times que era un “trágico error” para el que no había “ningún motivo en absoluto”.

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Las recientes agresiones cometidas por Rusia (recordemos que, antes de la presente invasión de Ucrania, el mismo país había sido atacado en 2014 y que en 2008 lo había sido Georgia, por no hablar de las atrocidades cometidas en la segunda guerra de Chechenia –en territorio de la Federación Rusa– entre 1999 y 2002), entre cuyas justificaciones se ha esgrimido precisamente la necesidad de Rusia de proteger su “cordón de seguridad” frente a una OTAN hostil, bien pueden hacernos dudar de que el nuevo papel de la Alianza haya redundado en mayor estabilidad y seguridad para el mundo. Por otra parte, nada de esto justifica en un ápice los crímenes y desmanes del presidente Putin ni cuestiona la lógica de que, en la situación actual, Suecia y Finlandia llamen a la puerta del refugio atlántico.

Queda por resolver la cuestión de cuál hubiera sido la política exterior rusa de los últimos veinte años frente a un occidente desotanizado. No nos es dado experimentar con la Historia aislando variables como en un laboratorio, pero la reciente experiencia de la administración Trump entre 2017 y 2020, cuando, ante los arranques nacionalistas del excéntrico magnate, el vínculo transatlántico parecía pender de un hilo para gran satisfacción del autócrata ruso, es poco halagüeña.

El dilema de seguridad de la OTAN sigue vigente.

Carlos López Gómez, Profesor del Departamento de Relaciones Internacionales, Universidad Nebrija