La traición británica en el conflicto de Palestina
Eduardo Baura García, Universidad CEU San Pablo
Durante estas semanas, Oriente Próximo ha vuelto a ser noticia. Tras una temporada en la que la cobertura internacional se centró casi exclusivamente en la guerra en Ucrania, la prensa ha vuelto a dirigir su mirada hacia la región de Israel y Palestina. Al aniversario de la creación del estado de Israel se han sumado nuevos altercados que siguen engrosando las cifras de víctimas del conflicto palestino-israelí. En los últimos años, se calcula que han muerto más de 6 000 personas.
Los motivos del conflicto son complejos. Se remontan a varios siglos atrás y son una mezcla de causas religiosas, étnicas, geoestratégicas y políticas. Baste decir que se trata de una zona de gran importancia para las tres grandes religiones monoteístas –en concreto, la zona del Muro de las Lamentaciones y la Explanada de las Mezquitas es el sitio más sagrado para los judíos y el tercero más reverenciado por los musulmanes–, y que posee una envidiable localización estratégica que alimenta los deseos de intromisión por parte de las principales potencias mundiales.
Esa trascendencia hace que, durante milenios, numerosos pueblos se hayan disputado su control. En los últimos tiempos, esos conflictos se han centrado en la pugna protagonizada fundamentalmente por Israel –de población mayoritariamente judía– y los territorios palestinos –predominantemente musulmanes–.
Las raíces del conflicto palestino-israelí –esta es la denominación actualmente más correcta, y no la de “árabe-israelí”, ya que hay muchos árabes que pertenecen al Estado de Israel– se hunden en sucesos que acontecieron varios siglos atrás, y sería muy largo y complejo de explicar. Por eso, en el presente artículo vamos a centrarnos en un episodio histórico concreto que supuso quizá el gran error histórico que se cometió en esta región: el engaño de los británicos a árabes y judíos durante la Primera Guerra Mundial.
El engaño británico a árabes y judíos
Pongámonos en contexto. En el verano de 1914 estalló la Primera Guerra Mundial. El desencadenante fue el célebre asesinato en Sarajevo del heredero del Imperio Austrohúngaro, el archiduque Francisco Fernando, a manos de un nacionalista serbio. En realidad, este magnicidio fue la gota que colmó el vaso en una Europa que llevaba meses preparándose para un conflicto que, quien más y quien menos, todos ya preveían. Stefan Zweig, en su magnífico ensayo El mundo de ayer, refleja de manera magistral el ambiente prebélico que se respiraba en la época.
De hecho, las principales potencias se habían ido preparando para la guerra mediante un sistema de alianzas. Por un lado, la Triple Alianza, que agrupaba al Imperio alemán, el Imperio austrohúngaro e Italia. Por el otro, la Triple Entente, formada por Gran Bretaña, Francia y Rusia. Los dos bandos de la guerra terminarían reflejando ambas uniones, con algunos cambios. Uno de ellos fue especialmente interesante: el Imperio Otomano, que controlaba la región de Palestina, acabaría sumándose al bando germano, enfrentado a la Triple Entente.
Para debilitar a su nuevo enemigo, los líderes británicos decidieron sabotear al Imperio Otomano desde dentro. Para ello, en 1915 contactaron con los líderes árabes de la región palestina, a los que les hicieron una jugosa oferta: ayuda en el sabotaje al Imperio Otomano a cambio de establecer una nación árabe en ese territorio al acabar la guerra.
Esta oferta se realizó mediante un intercambio epistolar entre el alto comisario británico en El Cairo, Henry McMahon, y el jerife de La Meca, Husayn ibn Ali, descendiente de Mahoma y máximo líder espiritual musulmán.
Lo interesante es que, sin que los árabes lo supieran, los británicos realizarían poco después una promesa similar a los judíos que residían en la zona. En la célebre Declaración Balfour (1917), el ministro de exteriores inglés había asegurado a Lord Rothschild, líder de la comunidad judía en Londres, que “el Gobierno de Su Majestad contempla con beneplácito el establecimiento en Palestina de un hogar nacional para el pueblo judío y hará uso de sus mejores esfuerzos para facilitar la realización de este objetivo”. Todo ello, obviamente, si los judíos residentes en Palestina ayudaban a los británicos contra los dominadores otomanos.
Ahora bien, dado que la población judía en Palestina era exigua, los británicos confiaron el sabotaje principalmente al pueblo árabe, que era el mayoritario en la región. Concretamente, el gobierno inglés envió a un arqueólogo especializado en Oriente Próximo a ayudar a los árabes en su revuelta contra el Imperio Otomano.
Este arqueólogo no era otro que T. E. Lawrence, más conocido como Lawrence de Arabia. Con el apoyo británico, los árabes, liderados por Faysal (hijo de Husayn) y Lawrence, causaron numerosos problemas al Imperio Otomano, que terminó solicitando el armisticio a las potencias aliadas en octubre de 1918.
El reparto secreto de la región entre Gran Bretaña y Francia
Sin embargo, a pesar de la exitosa ayuda que tanto árabes como judíos prestaron a los británicos, ninguna de las dos comunidades obtuvo la nación independiente que los ingleses les habían prometido.
En 1917 se hizo público el Acuerdo Sykes-Picot, un pacto secreto firmado por los ministros de exteriores británico y francés que establecía que, al terminar la guerra, ambas naciones se repartirían Oriente Próximo. La publicación de este acuerdo también fue un duro mazazo para T. E. Lawrence. Impotente y abatido por las acusaciones de traición por parte de sus amigos árabes, acabaría abandonando su puesto y regresando a Inglaterra.
Finalmente, el Tratado de Sevrès, un acuerdo auxiliar al de Versalles firmado en 1920, ratificaría la desintegración del Imperio Otomano y el establecimiento en Oriente Próximo de una serie de nuevos países tutelados por Francia (El Líbano y Siria) y Gran Bretaña (Irak, Jordania y Egipto). En dicho tratado también se acordó el dominio militar británico en la región de Palestina, con el fin de poner paz en un territorio que pronto se convertiría en un polvorín.
La llegada progresiva de miles de judíos que huían de las persecuciones antisemitas en Europa terminaría provocando choques cada vez más frecuentes con la población árabe. La espiral de violencia que esto creó terminaría de estallar con la creación del Estado de Israel en 1948, y se agravaría con las sucesivas guerras y enfrentamientos entre israelíes y palestinos que aún hoy día siguen asolando esta región.
Una violencia en la que ambos pueblos son víctimas y victimarios, pero que hunde sus raíces en una cínica e irresponsable promesa realizada hace más de un siglo por las autoridades británicas.
Eduardo Baura García, Doctor en Humanidades. Profesor de Historia Contemporánea y Educación, Universidad CEU San Pablo