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La urgencia de un plan de alimentación para la pospandemia en América Latina

Martín Arboleda, investigador de la Escuela de Sociología, Diego Portales University

Mercado Municipal Presidente Ibañez de Puerto Montt, Chile, el 16 de mayo de 2020. Alex Maldonado Mancilla / Shutterstock

Uno de los aspectos más alarmantes de la expansión del Covid-19 es el hecho de que amenaza con generar una crisis alimentaria aguda. Cadenas de suministro frágiles ante un nuevo panorama mundial de fronteras duras y desafíos logísticos, sumadas a una ola de despidos masivos por la contracción de la actividad económica, han puesto en juego la seguridad alimentaria de millones de personas.

Si bien en América Latina las cifras confirman que hasta el momento no se han presentado distorsiones significativas en el abastecimiento de alimentos, diversos organismos han alertado sobre un escenario complejo en el mediano plazo.

Asimismo, la CEPAL ha estimado una contracción de la economía regional de 5,5% para Sudamérica en 2020, la mayor en su historia. Este entorno de recesión, podría conducir a una tasa de desempleo del 11,5%, lo que significaría un aumento de 11,6 millones de personas desempleadas respecto de 2019.

En una declaración reciente, el ministro de Agricultura de Chile afirmó que el país tiene stock suficiente de alimentos para pasar bien el invierno. Esta lectura, sin embargo, merece dos precisiones:

Primero, numerosos estudios demuestran que el hambre y la subalimentación –en sus manifestaciones contemporáneas– no son un efecto directo de la falta de disponibilidad de alimentos, sino de la falta de dinero para costearlos. En una entrevista reciente, por ejemplo, el alcalde de Santiago Centro afirma que la gente en su comuna está muriendo de hambre y no de coronavirus.

Segundo, este análisis de corto plazo pasa por alto la vulnerabilidad chilena en el mediano plazo frente a eventuales disrupciones logísticas, sobre todo si se tiene en cuenta la creciente dependencia de la economía nacional de importaciones de cereales y granos.

Como veremos en mayor detalle, es muy riesgoso seguir caminando a la deriva y simplemente abandonar estos desafíos a lógicas de mercado. Si bien las extrapolaciones históricas se deben tomar con cautela, una de las enseñanzas más importantes que deja la crisis alimentaria originada por la Gran Depresión de la década de 1930 es que requirió acciones de intervención pública a gran escala orientadas a defender a la población tanto del hambre, como de los intereses económicos de grupos dominantes.

A su vez, estas formas de intervención se hicieron posibles en Chile al estar enraizadas en una política de masas y en una cultura militante que abarcaba amplios sectores de la ciudadanía. Como lo demuestra la historiografía reciente, lo que en su momento se entendió como el problema de “la alimentación popular” fue de tal magnitud que se constituyó en el eje alrededor del cual se construiría el estado de bienestar en Chile y otros países latinoamericanos en las décadas subsiguientes (Henríquez 2014; Frens-String 2018; Yáñez 2018).

Mercado Municipal Presidente Ibañez de Puerto Montt, Chile, el 16 de mayo de 2020. Alex Maldonado Mancilla / Shutterstock

Supermercados y cadenas globales de suministro

Incluso antes de que se presentaran en Chile los sucesos del 18-O, los hogares del país ya se encontraban en problemas para adquirir alimentos sanos y nutritivos. En sus informes anuales sobre el estado de la seguridad alimentaria en América Latina, la FAO había venido alertando acerca de un deterioro en los patrones de alimentación del país, en un contexto latinoamericano en el que 188 millones de personas –la tercera parte de la población de la región– se encontraba en situación de inseguridad alimentaria.

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En Chile, la encuesta de presupuestos familiares del Instituto Nacional de Estadística (INE) revela que la mayor parte del ingreso de los hogares se destina a la adquisición de alimentos. Lo más preocupante es que los resultados de las últimas versiones de esta encuesta concluyen que los primeros cuatro quintiles de la población tienen más gastos que ingresos, lo cual significa que la deuda –y particularmente las tarjetas de crédito emitidas por casas comerciales– se ha convertido en uno de los principales medios para adquirir alimentos. De acuerdo con la Superintendencia de Bancos e Instituciones Financieras (hoy Comisión para el Mercado Financiero), solamente Walmart Chile había emitido 1 420 885 tarjetas de crédito en 2019, una cifra que equivale casi al 10% de todas las tarjetas de crédito activas en el país (Arboleda 2020).

Los sectores de medios y bajos ingresos son los que más se han visto afectados por la creciente financiarización del consumo alimentario. Una encuesta aplicada a usuarios de tarjetas de crédito de supermercados en la comuna de Maipú constató que cerca del 35% de las personas encuestadas tenía una carga financiera del 50% de su sueldo (es decir, destinan la mitad de sus ingresos para pagar deudas), y el 85% había padecido enfermedades relacionadas con la alimentación.

Por otro lado, el actual modelo de producción agrícola también pone a Chile en una situación de vulnerabilidad frente a posibles escenarios de proteccionismo económico, disrupción logística y cuellos de botella en cadenas globales de suministro.

Si bien la agricultura del país es altamente productiva, su vocación agroexportadora se ha basado en la especialización del sector frutícola, en desmedro de otros sectores claves para asegurar necesidades nutricionales básicas de la población, como lo son los granos y cereales.

En el gráfico 1 se evidencian los efectos de esta sobreespecialización productiva del sector frutícola, la cual ha hecho al país cada vez más dependiente de importaciones de granos y cereales. De acuerdo con un informe citado de la FAO, la oferta alimentaria interna de Chile se puede ver afectada en el mediano plazo por variaciones súbitas en los flujos globales de alimentos, y por ende se hace urgente mantener abiertos los canales de cooperación internacional.

Gráfico 1: Importaciones de trigo y maíz contrastadas con superficie cultivada de trigo, durante el período 1990-2019. Elaboración propia a partir de información de la base de datos Comtrade de las Naciones Unidas, y de ODEPA-Ministerio de Agricultura.

Asimismo, la tendencia a la concentración y a la integración vertical de estas cadenas ha generado la progresiva exclusión de la pequeña y mediana agricultura familiar, que cada vez se enfrenta a barreras de entrada mayores para la comercialización de sus productos. De acuerdo con un estudio reciente, solamente el 5% de la producción hortícola de la agricultura familiar y campesina (AFC) puede comercializar sus productos en supermercados, pues sus dinámicas de adquisiciones están diseñadas para contratar con proveedores altamente concentrados. La mayor parte de esta comercialización se da en el marco de cadenas ‘informales’ en las que la AFC se ve perjudicada por intermediarios abusivos, cargos excesivos y asimetrías de información (De Kartzow 2016; Arboleda 2020).

La relevancia estratégica de la AFC para cualquier proyecto de alivio alimentario y de reconstrucción económica en la pospandemia hace ineludible a este sector. En una carta abierta dirigida al diario El Mercurio el 2 de mayo, Ewe Crowley (representante de la FAO para América Latina y el Caribe) afirma que si bien “los pequeños productores agrícolas son responsables de generar casi tres cuartas partes de las frutas y verduras que se consumen en Chile, son quienes tienen mayores dificultades para solventar sus propias necesidades alimentarias”.

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Plan nacional de alimentación para la pospandemia

El complicado escenario agroalimentario en el que se encuentran las economías latinoamericanas hace imperativo diseñar un plan nacional de alimentación que pueda garantizar el acceso a alimentos de los grupos más vulnerables en la pospandemia. En meses recientes hemos visto la activación de mecanismos de distribución tales como cooperativas de consumo, redes de comercialización directa y ollas comunes. Algunas de estas iniciativas se inspiran en el ideal de la soberanía alimentaria , el cual emerge de organizaciones agrarias transnacionales como La Vía Campesina, y reclama el derecho que tienen los pueblos no solamente de consumir alimentos nutritivos, sino también de definir la manera en que éstos se producen.

Pese a la innegable relevancia de estas iniciativas ciudadanas de abastecimiento, es urgente pensar en mecanismos que también puedan proteger a sectores vulnerables y más amplios de la población, los cuales usualmente carecen del capital cultural o las redes de asociatividad para participar en este tipo de dinámicas.

Lecturas críticas de los movimientos inspirados en ideales como la soberanía alimentaria y el buen vivir atribuyen el limitado impacto que éstos han tenido en la región al hecho de que han carecido de una estrategia concreta para articular el aparato estatal y desarrollar modos de intervención que vayan más allá de meras políticas públicas asistencialistas (ver Stefanoni 2012; Vergara Camus y Kay 2017).

Plantear la necesidad de un plan nacional de alimentación, entonces, hace ineludible la pregunta acerca de qué tipo de Estado podría impulsar una democratización real de los sistemas agroalimentarios, con miras a la defensa del bien común. Esto conlleva la necesidad de un debate serio e informado acerca de las consecuencias de mantener la actual vocación agroexportadora del país, y de qué sectores se deberían impulsar para asegurar la autosuficiencia alimentaria en un escenario global cada vez más incierto; acerca de posibles modelos de producción agroalimentaria que garanticen más empleos y aseguren una gestión más responsable del agua, los suelos y la tierra en un escenario de cambio climático y megasequía; acerca del tipo de institucionalidad antimonopolio que podría fracturar el poder de concentración de las grandes cadenas de suministro, y permitir la incorporación real –no periférica, asistencialista o folclorizada– de la agricultura familiar y campesina a los mercados de consumo urbano.

Si bien el INDAP ha implementado algunos programas de circuitos cortos para permitir un acceso más justo de la AFC a los mercados urbanos, éstos han sido diseñados para funcionar de manera periférica a la infraestructura de distribución de mayor eficiencia (sobre la institucionalidad de apoyo a la AFC, ver Berdegué y López 2018).

Mercado Municipal Presidente Ibañez de Puerto Montt, Chile, el 16 de mayo de 2020. Alex Maldonado Mancilla / Shutterstock

Así, un plan nacional de alimentación también implica cuestionar la capacidad de los supermercados para velar por el interés público y el desarrollo rural, sin que esto implique pensar que los esquemas de distribución de nicho son la única alternativa.

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La pregunta no es si se necesitan o no supermercados, sino más bien qué tipo de supermercados podrían impulsar un plan de alimentación en el que la distribución masiva funcione de manera sinérgica con redes autogestivas (cooperativas de consumo, ferias libres, ollas comunes, circuitos de proximidad).

En Argentina, por ejemplo, la incorporación reciente de organizaciones inspiradas en principios feministas y de soberanía alimentaria a espacios de toma de decisiones ofrece perspectivas relevantes para la democratización de las grandes infraestructuras de distribución.

Una ley de góndolas que obliga a las cadenas de supermercados a limitar a un 30% los productos de un solo proveedor y dar al menos un 25% de espacio a proveedores de pequeña y mediana escala es una de varias iniciativas destinadas a combatir las fuerzas polarizantes de actores altamente concentrados.

Varias décadas de neoliberalismo han clausurado la posibilidad de concebir esquemas de distribución masiva –como lo son los supermercados– que no estén fundamentados en el lucro como un fin en sí mismo.

La historia de la Gran Depresión en Chile y Latinoamérica, sin embargo, permite ampliar el espectro de la imaginación política hacia mecanismos de abastecimiento que puedan funcionar con una lógica que sea solidaria, antimonopólica, y también de gran escala: restaurantes populares, huertos obreros, comisariatos de abastecimiento y precios, almacenes del pueblo y ferias libres se convirtieron en instancias de soberanía ciudadana que, en conjunción con un estado activista, se abocaron a proteger a los grupos más necesitados durante aquellos años oscuros del siglo XX (ver Salazar 2003; Frens-String 2015; Yáñez 2016, 2018; Yáñez y Deichler 2018).

Estas formas de experimentación institucional son el vivo ejemplo de que las crisis alimentarias no se conjuran solamente con caridad o con prácticas alternativas, sino con la democratización y politización activa de los sistemas de distribución.

En un momento en que se empieza a vislumbrar un Green New Deal o Gran Pacto Ecosocial como el horizonte de un proyecto internacionalista de reconstrucción económica, se debe discutir el rol que allí jugarían los sistemas agroalimentarios.

Propuesto por un emergente movimiento ecosocialista en Estados Unidos y Europa, el Green New Deal formula un ambicioso programa de descarbonización profunda de la economía cuyo desarrollo estimularía la creación masiva de empleos dignos. Es decir, el Green New Deal parte del presupuesto de que una transición energética a gran escala es inconcebible sin antes garantizar el bienestar material de las clases trabajadoras, y particularmente de las comunidades más afectadas por los efectos del cambio climático y la crisis económica.

Como lo señala Maristella Svampa, si bien un progama de reconstrucción de esta naturaleza se hace urgente en Latinoamérica, la figura del Green New Deal carece de la misma capacidad de interpelación histórica que en otras latitudes, precisamente porque nuestra región fue ajena a la experiencia del New Deal (ver también Svampa y Viale 2020).

Si volvemos la mirada a la sensibilidad que dio origen a los movimientos de masas y frentes populares latinoamericanos en momentos de desmoronamiento económico, el problema de la alimentación quizás podría ofrecer algunas luces para pensar las luchas del presente y los pactos del futuro.


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