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¿Qué mecanismos regulan el apetito, el hambre y la saciedad?

Priscilla du Preez / Unsplash

Maria Izquierdo-Pulido, Universitat de Barcelona y Maria Fernanda Zeron Rugerio, Universitat de Barcelona

El control de qué comemos y cuándo lo hacemos es el resultado de una compleja interacción de numerosos factores.

El primer tipo de control que interfiere en esta decisión es homeostático. Esto quiere decir que sentimos hambre cuando llevamos mucho tiempo sin comer y viceversa. La estructura que lleva a cabo este control homeostático del apetito se encuentra en el hipotálamo. Aunque pequeña, se trata de una región del centro del cerebro que desempeña un importante papel en nuestro organismo.

¿Cómo “surge” el hambre?

Explicaremos con un ejemplo cómo y por qué surge el hambre. Pongámonos en situación: son las dos del mediodía y llevamos más de 5 horas sin llevarnos nada a la boca. Queremos comer. ¿Por qué? ¿Qué ha ocurrido para que tengamos esa sensación?

Lo que sucede es que el estómago ha empezado a sintetizar una hormona denominada ghrelina. Esta hormona viaja hasta el hipotálamo, donde activará un grupo de neuronas que sintetizan varias sustancias. Entre ellas, por ejemplo, el neuropéptido Y (NPY). En conjunto, éstas desencadenan la sensación de hambre. Nos indican y avisan de que debemos comer. Otra de las señales que intervienen en el aumento de la sensación de hambre es el nivel de glucosa en sangre, que en ese momento del día, también va a la baja.

¿Por qué al comer nos saciamos?

Por fin empezamos a comer. Poco a poco va apareciendo la sensación de saciedad gracias a sustancias liberadas en nuestro intestino como respuesta al contacto con los alimentos. Es el caso de la colecistocinina (CCK) o el péptido YY (PYY), entre otras. Su objetivo es inducir señales de saciedad en el hipotálamo para detenerla ingesta de alimentos que se está llevando a cabo.

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Por su parte, conforme aumentan los niveles de glucosa plasmáticos, como consecuencia de la ingestión de alimentos, se secreta la insulina. La hormona también actúa sobre el hipotálamo para que éste favorezca la sensación de saciedad. Todo este sistema lo podemos imaginar como un exquisito engranaje de relojería que nos induce a tener apetito o a detener nuestra ingesta de alimentos.

La ingestión de alimentos no solo tiene un control a corto plazo, como se ha explicado anteriormente: también lo tiene a largo plazo. Aquí interviene otra hormona, la leptina. Esta se sintetiza en el tejido adiposo y tiene una acción anorexigénica, es decir, inhibe el apetito. De forma sencilla, cuando ganamos peso por incremento de tejido graso, aumenta la secreción de leptina, que llega al hipotálamo. Aquí, esta hormona disminuye la actividad de las neuronas que generan la sensación de hambre. Y al contrario: cuando perdemos peso, disminuyen los niveles de leptina y se activan las neuronas orexigéncias (o activadoras del apetito). ¿Por qué? Al fin y al cabo, se busca ingerir alimentos para aumentar las reservas de grasa.

Desde un punto de vista evolutivo y teniendo presente que hemos pasado miles de años con escasez de alimentos, es lógico pensar que la vía más eficiente sea la última que hemos descrito y no la primera. Por ello, generalmente, es mucho más difícil perder peso que ganarlo.

El placer también interfiere en la conducta alimentaria

El control del cuándo y cuánto comemos, por tanto, es el resultado de la compleja interacción de numerosos factores neuronales y hormonales, siendo el hambre una necesidad fisiológica que nos induce a comer porque nos falta energía.

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No obstante, si la conducta alimentaria estuviera únicamente regulada por estos mecanismos, la mayoría de nosotros nos mantendríamos en un peso ideal. Comer sería, al fin y al cabo, una actividad similar a respirar o a ir al baño: una función necesaria pero simple y sin emoción.

Sin embargo, en la ingesta de alimentos existe otro protagonista crucial que es el control hedonista, es decir, el placer. Esto es lo que nos lleva a escoger qué comemos pero también a obviar las señales de saciedad del hipotálamo y hacer un hueco para el postre. Pensemos en las comidas y cenas navideñas. ¿No es cierto que, aunque nos sintamos muy llenos, siempre hay lugar para un trozo de turrón o un último polvorón?

Generalmente nos gustan más los alimentos dulces y salados y menos los alimentos amargos o ácidos. Esto tal vez se deba a que, tras miles de años de evolución, asociamos el sabor amargo con plantas que probablemente eran tóxicas.

Cuando tomamos una comida que nos gusta, como cuando realizamos cualquier actividad placentera, se activa en nuestro cerebro el sistema de recompensa, que forma parte del sistema dopaminérgico. Se ha observado en animales de experimentación que la ingesta de alimentos ricos en azúcar desencadena una potente liberación de dopamina, generando placer y deseo de consumir ciertos alimentos.

Los factores psicológicos desempeñan un importante papel

Sabemos que la comida puede ser un medio para intentar compensar nuestras emociones. Por eso, cuando nos sentimos solos, tristes, ansiosos o nerviosos, no es extraño que intentemos aliviar estas sensaciones comiendo. En tales situaciones, además, no solemos escoger unas hojas de lechuga. Es más probable que los productos elegidos sean más similares a chocolate, helados o patatas fritas.

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Por si fuera poco, éstos activan con mayor intensidad nuestro centro de recompensa, induciéndonos a comer incluso cuando estamos satisfechos. La interacción entre los sistemas hedónico y homeostático es una de las razones por las que a veces nos cuesta tanto controlar cuándo, cuánto y qué comemos.

Hoy por hoy, aunque sus mecanismos se entienden cada vez mejor, aún no comprendemos la complejidad de la conducta alimentaria. Ahora bien, sí podemos proporcionar algunas pautas para tener una relación sana y satisfactoria con nuestra alimentación.

Entre ellas, ingerir alimentos de buena calidad, cocinados de forma simple y utilizando aceite de oliva virgen, que ayuda a aumentar las propiedades sensoriales de nuestra cocina. También tratar de acompañar nuestros platos con muchas verduras, legumbres y hortalizas. Además de sabor, nos proporcionan fibra, un nutriente clave para mantener nuestro “cerebro” saciado más tiempo.