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¿La mentira cotiza al alza en el discurso político?

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Alberto Pena Rodríguez, Universidade de Vigo

Se suele atribuir a Joseph Goebbels, el ministro de Propaganda de Adolf Hitler, la frase “una mentira repetida mil veces se convierte en una verdad”. Un embeleco que se difunde masivamente no se transforma en verdad por mucho que se repita, pero sí puede adquirir tres cualidades persuasivas relevantes en la comunicación política: legitimidad pública, apariencia de veracidad y resonancia mediática. Esta última es esencial para controlar la agenda informativa de los medios de comunicación (agenda-setting) y crear marcos mentales (framing) que dirijan el debate en la esfera pública hacia determinados temas, en función de la estrategia del emisor.

Nicolás Maquiavelo, en su clásica obra El Príncipe, ya explicaba que una de las principales cualidades de un político para conquistar o conservar el poder era saber “simular, fingir y engañar”. Asumiendo que toda interpretación de la realidad es un proceso de subjetivización, Napoléon Bonaparte ya definía la verdad como “lo que se cree de todo corazón y con toda el alma”.

Esta idea entronca con los fundamentos del marketing político moderno. Este suele asociar la eficacia de los discursos políticos con el uso de mensajes más emocionales que racionales. Este tipo de mensajes persiguen consolidar o cambiar determinadas actitudes o percepciones con apelaciones al miedo, la ira, el desprecio o la sorpresa, aderezadas de hipérboles retóricas, desfiguraciones y una escenificación calculada. Hoy en día, se aplican, además, técnicas neurocomunicativas o de segmentación psicosocial basadas en el big data.

Tolerancia pasiva ciudadana

Recientemente, el periodista Rafa Latorre atribuía a la amnesia colectiva por qué tanta mentira, medias verdades y distorsiones en el discurso político actual, que producen escenas maniqueas y delirantes, no recibía una tajante desaprobación por parte de los ciudadanos. Efectivamente, la rápida obsolescencia de los mensajes en medio de un flujo masivo de información, bulos y propaganda, consumidos compulsiva e irreflexivamente, sin espíritu crítico, a través de los dispositivos digitales, parece haber ayudado a extender y consolidar una actitud de desapego, de desmemoria o de pasiva tolerancia ciudadana con la falta de honestidad política.

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La mentira y las fake news cotizan al alza porque el ambiente político populista, el modelo acrítico de consumo informativo, junto a la viralización emotiva y sensacionalista a través de las redes digitales, potencian dinámicas irracionales y viscerales en el debate político.

De hecho, el discurso de algunos líderes políticos se ha visto contagiado por la fuerte corriente populista que recorre el mundo tras la crisis de 2008, ahora agudizada por las consecuencias de la revolución digital y los efectos de la pandemia. Existe una tendencia hacia la polarización política, estimulada por la deslegitimación del sistema institucional por parte de los nuevos liderazgos o movimientos políticos, que cuestionan la hegemonía de los partidos y los medios de comunicación tradicionales.

Crisis y distopía

En medio de esta profunda crisis encadenada (sanitaria, económica, política, social, institucional, cultural e informativa), ha emergido un mundo virtual revolucionario, confuso y distópico en el que los emisores de información periodística, opinión y propaganda se han situado en el mismo plano. La discusión dentro de esta nueva y emergente esfera digital, caótica y hostil, está removiendo los cimientos de la democracia liberal, como nos cuenta José Maria Lassalle en su libro Ciberleviatán (2019).

En este disruptivo panorama de la comunicación digital, los engaños políticos y las fake news están contribuyendo a socavar algunos principios del buen periodismo mientras se consolida un nuevo paradigma desinformativo.

El viejo adagio informativo de Charles P. Scott “Comments are free, but facts are sacred” (“Los comentarios son libres, pero los hechos son sagrados”), ha invertido su significado. Ahora, algunos emisores defienden el derecho, no a expresar sus opiniones, sino a que se respeten (aunque estén basadas en burdas mentiras) por el mero hecho de ejercer la libertad de expresión, como si fueran sagradas (verdaderas), mientras los hechos pueden ser sometidos a la libre interpretación.

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Tal y como señalaba Hannah Arendt en su libro Verdad y mentira en la política (1967): “La libertad de opinión es una farsa si no se garantiza la información objetiva y no se respetan los hechos mismos.”

Momento clave

Uno de los momentos más simbólicos y estridentes de esta nueva realidad desinformativa en las democracias occidentales ocurrió cuando la responsable de comunicación del presidente estadounidense Donald Trump, Kellyane Conway, se refirió a “los hechos alternativos” para justificar la cifra (irreal) de 720 000 asistentes en la toma de posesión del Trump en enero de 2016. Una cifra que contradecía los datos oficiales de medios de referencia como The New York Times o The Washington Post.

Trump, sin duda, es el caso más paradigmático en el uso de la desinformación o la mentira en el discurso político en las sociedades occidentales modernas. De forma pionera, ha utilizado Twitter para ocupar el espacio de debate público y obtener una inmensa proyección mediática gratuita. Durante su histriónica y esperpéntica carrera política, fue distinguido como uno de los mayores mentirosos del universo político norteamericano por la plataforma PolitiFact, que premió algunas de sus afirmaciones como “Lie of the Year” en 2015, 2017 y 2019.

Éxito comunicativo

Pero no debe olvidarse que, a pesar de todas sus mentiras, de todos sus patinazos dialécticos, exageraciones, medias verdades, su lenguaje racista, su mala educación y su deslegitimación del periodismo serio y profesional, Trump ha sido elegido como presidente por casi 63 millones de ciudadanos, y su gestión al frente de la Casa Blanca ha sido revalidada por 11 millones más.

Por tanto, descontando sus supuestos logros como gestor, no se puede afirmar que la comunicación de Trump haya sido un fracaso; más bien al contrario, sus mentiras no han tenido coste político. Su estrategia, en cierto modo, ha funcionado. Y, de paso, ha elevado las audiencias de muchos medios que encontraron en las noticias sobre el personaje y sus mentiras una fuente de negocio.

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Versión española

También en España, durante la pandemia, el gobierno de Pedro Sánchez y Pablo Iglesias ha obviado los datos oficiales de organismos públicos, como el Instituto Nacional de Estadística, para rebajar con fuentes “alternativas” el número de fallecidos por Covid-19. Sánchez amparó también muchas de sus polémicas decisiones sanitarias en informes de un supuesto comité de expertos que nunca se dio a conocer.

Incluso el actual gobierno de Joe Biden llegó a criticar la intimidación y ataques a periodistas incómodos en España. En este contexto, resulta preocupante la creación de un comité de desinformación dirigido desde Moncloa, cuyas funciones y objetivos no son transparentes, y que ha generado mucha desconfianza entre medios de comunicación y asociaciones periodísticas. También en Cataluña, el movimiento independentista ha utilizado de manera orquestada todo tipo de técnicas desinformativas y campañas de propaganda para legitimarse, mientras se acosa y se agrede a periodistas críticos, como ha denunciado Reporteros sin Fronteras

Así, pues, se está construyendo una nueva sociedad de la (des)información, en la que el uso masivo de la mentira política, en sus diferentes formatos propagandísticos, se ha institucionalizado como parte del juego político.

En uno de sus informes, la consultora Gartner afirma que, en 2022, el público occidental consumirá más informaciones falsas que verdaderas. La búsqueda de la verdad en el debate político está siendo, pues, sustituida por el deseo de imponer una percepción a toda costa. Y cuando la honestidad política pierde valor frente a la posverdad y los ciudadanos reciben (y toleran) una información política engañosa, la democracia pierde calidad.