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El colombiano Gustavo Petro incrementa el poder de la izquierda en América Latina

Shutterstock / Yhaira Rincon

Carmen Beatriz Fernández, Universidad de Navarra

“Somos un ejemplo de que los sueños se pueden cumplir. Los sueños de libertad, de justicia. Gritemos libertad (…) ¡Qué viva la libertad, que viva Colombia potencia mundial de la vida! Me llamo Gustavo Petro y soy su presidente”. Así terminaba la intervención del nuevo presidente electo de Colombia tras una erosiva segunda vuelta el pasado 19 de junio.

Cerrar el discurso presidencial hablando de libertad no es poca cosa para quien los medios internacionales han etiquetado como “el primer presidente de izquierda en la historia de Colombia”. Quizás presidentes anteriores, connotados socialdemócratas como Ernesto Samper o César Gaviria, no estarán de acuerdo con la categorización, pero no hay duda de que el consistente mensaje de Petro se ha enfocado en una Colombia más justa, desde una aproximación antisistema, con lo que entraría en una categoría distinta, más cercana a la de Andrés Manuel López Obrador en México, Gabriel Boric en Chile, Alberto Fernández en Argentina, Luis Arce en Bolivia o incluso Pedro Castillo en Perú.

Igualmente de izquierdas se autocalifican Nicolás Maduro en Venezuela, Daniel Ortega en Nicaragua y Miguel Diaz-Canel en Cuba. La venidera elección de Brasil, con Lula da Silva como principal favorito, cerraría el círculo del indudable avance de las izquierdas en la subregión.

¿Izquierda o autoritarismo?

Pero a la par del avance de esas izquierdas también puede observarse un retroceso sensible en las libertades civiles de la zona y una notable recesión democrática. La democracia no parece estar viviendo sus mejores tiempos ni en Latinoamérica, ni en el resto del mundo. Tras la caída del muro de Berlín, decenas de países se sumaron a la democracia, en lo que parecía una tendencia irreversible, pero desde la perspectiva que nos brinda el 2022 pareciera un juicio apresurado.

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Después del notable consenso global alrededor del sistema democrático, los años de oro de la democracia parecen haber concluido. Tanto es así que en la reciente y azarosamente celebrada Cumbre de las Américas el presidente Biden puso el nuevo eje de disección de la política contemporánea en la diatriba democracia-autocracia, lo que nos llevaría a plantearnos si el continente gira hacia la izquierda o si gira, en realidad, hacia el autoritarismo.

Desde que durante la revolución francesa los jacobinos se sentasen a la izquierda en los asientos del Parlamento, mientras que defensores de la monarquía se sentaban a la derecha, las categorías derecha e izquierda han servido como principal eje de disección de la política. La izquierda suele poner el acento en la búsqueda de la justicia social y la igual condición de todos los seres humanos, al tiempo que la libertad ha sido más bien un valor defendido por las posiciones ideológicas de la derecha.

La terrible inequidad de la región

No hay sociedades más inequitativas que las latinoamericanas y se trata de la región con mayor inequidad del planeta. Probablemente ello hace al continente cautivo del discurso reivindicativo. El índice de Gini, que mide los desequilibrios económicos de una sociedad, donde cero sería la igualdad perfecta y 1 la desigualdad más aberrante, calcula que para 2020 el valor para América Latina se situaba en 0,46.

En su influyente obra Poliarquía, Robert Dahl sugiere que se trata de una desigualdad histórica que tendría raíces en la conquista del continente y la sociedad campesina tradicional.

Las desigualdades acumuladas de estatus, riqueza, ingresos y medios de coerción implican una marcada desigualdad en los recursos políticos. Una desigualdad estructural en la que una pequeña minoría con recursos superiores desarrolla y mantiene una sistema político hegemónico a través del cual también puede imponer su dominio sobre el orden social y, por lo tanto, fortalecer las desigualdades iniciales aún más.

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La desigualdad en Latinoamérica ha venido disminuyendo, sin embargo. En 2002 el índice de Gini estaba en 0,54 de promedio para la región y habría mejorado 8 puntos para el 2020. Poco antes del comienzo de la pandemia, a finales de 2019, las calles de Colombia y Chile ardían en demanda por sociedades más justas. Pero, tras la pandemia, esas demandas son aún más perentorias.

La covid-19 se ensañó con fuerza inusitada sobre Latinoamérica y sus precarios sistemas sanitarios. Del total de víctimas fatales que dejó la pandemia, se han concentrado en la región el 27 % de las muertes del mundo, contando solo con el 8 % de la población. Tres de cada cinco niños en el mundo que perdieron un año escolar debido a la covid-19 viven en América Latina y el Caribe. Todo ello ha creado sociedades aún más injustas y desequilibradas y hace más oportuno el mensaje reivindicativo, elevando las demandas por la equidad, que el discurso tradicional de la izquierda viene aprovechando en sus esfuerzos de comunicación política.

Sin embargo, una cosa es hacer comunicación política durante la campaña y otra cosa distinta es comunicar desde el gobierno. Petro lo tiene claro, y en su discurso de cierre no solo coqueteó con la libertad, sino también con el capitalismo: “Nosotros vamos a desarrollar el capitalismo en Colombia. No porque lo adoremos, sino porque tenemos que superar el caudillismo, la nueva esclavitud”.

Gustavo Petro Urrego, líder del izquierdista Pacto Histórico, durante un debate en las recientes elecciones a la presidencia de Colombia que ganó frente al empresario conservador Rodolfo Hernández. Shutterstock / Arturo Larrahondo

De izquierdas, pero no tanto como Maduro u Ortega

Con esa moderación, Petro declara aproximarse a la izquierda democrática, respetuosa de los derechos humanos, y querer parecerse más a la izquierda de Lula da Silva o Boric, que a la de Maduro u Ortega. Hace gala, además, de cierta habilidad de apropiarse de las banderas históricas de la derecha, de ser necesario.

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Sin embargo una narrativa apalancada sobre la justicia social no necesariamente conduce a la equidad. Puede suceder exactamente al contrario. El caso de Venezuela con su brutal desigualdad es ejemplarizante: en la tragedia venezolana el índice de Gini pasó del 0,42 en los tiempos previos a la revolución hasta 0,65 en 2021, cifra que pone a Venezuela como el país más desigual de Latinoamérica, con una diferencia de 19 puntos porcentuales respecto al coeficiente promedio de la región.

Tan solo en un año, entre 2020 y 2021 el coeficiente de Gini aumentó en 7,4 puntos porcentuales. En 2020, el ingreso promedio del 20 % más rico de la población era 23 veces superior al ingreso promedio del 20 % más pobre de la población, mientras que, en 2021, el ingreso del 20 % más rico fue 46 veces mayor al del 20 % más pobre.

Así como Petro intercala banderas que no le pertenecen del todo, algo parecido tendrán que hacer las opciones políticas latinoamericanas que deseen ser alternativa a la arrolladora ola de las izquierdas. La pospandemia sugiere que las demandas por equidad llegaron para quedarse, y volver a conectarse con su electorado requerirá de los partidos tradicionales latinoamericanos la obligatoria reinvención.

Carmen Beatriz Fernández, Profesora de Comunicación Política en la UNAV, el IESA y Pforzheim, Universidad de Navarra