Cómo el cumplimiento de un mandato divino ha llevado a Israel a matar a decenas de miles de palestinos

Palestinos transportan a heridos y fallecidos tras un ataque aéreo israelí contra varias viviendas en Khan Yunis, en el sur de la Franja de Gaza, el 1 de mayo de 2025. Anas-Mohammed/Shutterstock

Victor Hugo Perez Gallo, Universidad de Zaragoza

En los orígenes del sionismo no había profecías, ni revelaciones, ni promesas divinas: había necesidad. Era una idea moderna, racional, profundamente secular. Una respuesta ilustrada al antisemitismo europeo.

Sin embargo, hoy Israel navega en una tensión evidente: su proyecto nacional ha sido reabsorbido, en parte, por una narrativa teológico-política que convierte lo territorial en sagrado, lo jurídico en providencial y lo militar en redentor.

Israel fue concebido como refugio, no como profecía. Sin embargo, parte de su aparato político se ha alineado con una lógica bélica brutal que convierte la historia en destino sagrado.

Entender esta transformación es clave para repensar no solo el futuro de la región, sino los riesgos de toda forma de nacionalismo que recurra a lo eterno para justificar lo inmediato.

¿Cómo pasó el sionismo de ser un movimiento político laico a nutrirse, en parte, de imaginarios religiosos y escatológicos? ¿Qué papel juega Estados Unidos en este proceso, desde el evangelismo cristiano hasta el poder del lobby judío? Y, sobre todo, ¿qué consecuencias tiene para la política contemporánea israelí y el conflicto palestino?

Del sionismo ilustrado al fervor mesiánico

El periodista autrohúngaro Theodor Herzl, padre del sionismo político, jamás soñó con una teocracia. Su visión era la de un Estado judío moderno que garantizara la seguridad y los derechos del pueblo judío en un mundo hostil. La identidad judía, para él, era cultural e histórica, no teológica. El proyecto era político: crear una nación en Palestina porque Europa no ofrecía otra salida.

Pero el regreso a Sion, incluso en su versión secular, resonaba inevitablemente con ecos bíblicos. La tierra prometida siempre estuvo ahí, dormida en el lenguaje, lista para despertar. Incluso autores como Gershom Scholem (1971) reconocen que el sionismo, por más secular que fuera, nunca logró liberarse del peso simbólico del mesianismo judío. En sus palabras, se trata de una “estructura de expectativa mesiánica secularizada”.

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La religión entra en escena

Todo cambió después de la Guerra de los Seis Días, en 1967. Israel conquistó Jerusalén Este, y con ello, algo más que territorio: recuperó lugares sagrados. Fue entonces cuando sectores del judaísmo ortodoxo –antes escépticos del sionismo– comenzaron a interpretarlo como un signo del Mesías. Ese giro fue decisivo.

Movimientos como Gush Emunim –“El bloque de los creyentes”–, movimiento político fundamentalista judío, llevaron esa lectura al extremo: colonizar Cisjordania no era solo estrategia, era el cumplimiento de una promesa divina.

El nacionalismo israelí comenzó a hablar el lenguaje de la redención. El Estado moderno empezó a adquirir tonos bíblicos. Y los partidos religiosos ganaron peso, tanto en la Knéset –órgano que ostenta el poder legislativo en Israel– como en el imaginario social.

Algunos autores han analizado este tipo de fenómenos como síntomas de lo que denominan “ignorancia sagrada”: cuando la cultura se seculariza, la religión no desaparece, sino que se reconfigura como forma política.

El caso israelí es paradigmático: la teología se infiltra en las estructuras estatales a través de la geografía, el derecho y la identidad nacional.

Estados Unidos: entre la fe y la influencia

La alianza entre EE. UU. e Israel no es solo política. Es espiritual. Una parte importante del evangelismo estadounidense cree que el regreso de los judíos a Israel es una condición para el fin de los tiempos. Para ellos, Israel es el reloj profético de Dios. Por eso, sectores cristianos conservadores apoyan con entusiasmo a gobiernos israelíes que refuerzan el control sobre territorios bíblicos.

En paralelo, el lobby judío en EE. UU., especialmente organizaciones como AIPAC –el principal grupo de presión sionista–, ha jugado un papel clave en asegurar apoyo financiero y diplomático. Aunque no representa a toda la comunidad judía, su influencia es innegable.

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Esta confluencia de fe evangélica y poder político ha cimentado una relación bilateral difícil de cuestionar, tanto por razones religiosas como por intereses estratégicos.

El resultado: la sacralización de la política

Todo esto tiene efectos concretos: expansión de asentamientos, leyes que refuerzan la identidad judía del Estado, exclusión simbólica (y real) de los no judíos. La política israelí se vuelve cada vez más refractaria a la crítica interna, blindada por una legitimidad que no se discute, porque se cree divina. Y bajo ese mandato divino, Israel ha matado ya a más de 62 000 personas, según el Ministerio de Sanidad gazatí –una cifra que algunos estudios elevan a casi 100 000– y condenado a la hambruna a más de medio millón, según la ONU.

La frontera entre religión y Estado se vuelve porosa. Las decisiones gubernamentales pueden vestirse de revelación. Y el conflicto con los palestinos se vuelve, más que político, existencial. No se trata ya de compartir un territorio, sino de reivindicar una herencia eterna.

Victor Hugo Perez Gallo, Assistant lecturer, Universidad de Zaragoza

Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.