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La nueva Constitución chilena debe garantizar un verdadero derecho a la educación

La nueva Constitución chilena debe garantizar un verdadero derecho a la educación
Menifestación de estudiantes en Santiago de Chile contra el sistema educativo en 2011. Shutterstock / erlucho

Cristián Bellei, Universidad de Chile

Como consecuencia de la más intensa protesta social ocurrida en Chile en muchas décadas, el país entró en un proceso político para poner término a la Constitución impuesta por la dictadura en 1980. Dicha Constitución consagró normativamente una visión política refundacional que, en lo económico-social, impuso la lógica de mercado desregulado como criterio organizador, transformando a Chile en el paradigma internacional del neoliberalismo.

Uno de los componentes fundamentales de las Constituciones es cómo incorporan los derechos de las personas. Dentro de la constelación de derechos humanos, la educación ocupa un lugar central, y por buenas razones. La educación tiene un valor intrínseco asociado al desarrollo personal, pero tiene también una dimensión instrumental que la hace clave para aumentar las capacidades de las personas para precisamente acceder y luchar por los demás derechos, incluyendo los civiles y políticos.

Además, la educación tiene un valor social, pues se espera que contribuya a la cohesión social y el bienestar colectivo. Por último, la educación es un derecho de los niños y niñas, que se impone incluso sobre la voluntad de sus padres, apelando al “interés superior” de la infancia concebida como responsabilidad de la comunidad más amplia, justamente para trascender las desigualdades de origen familiar.

La centralidad del derecho a la educación ha hecho que éste se encuentre ampliamente consagrado no sólo en las constituciones y leyes nacionales, sino en los diferentes instrumentos internacionales de derechos humanos. Sin embargo, en la Constitución chilena el derecho a la educación está pobremente definido y débilmente resguardado.

Este ha sido uno de los elementos claves del debate público que acumula 15 años, desde que los estudiantes secundarios iniciaran masivas movilizaciones en 2006 y que ha derivado este 2020 en un plebiscito inédito en Chile para dotarse democráticamente de una nueva Constitución.

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Derecho a la educación versus libertad de enseñanza

Siguiendo el credo privatizador del neoliberalismo, el arreglo institucional de la dictadura chilena asimiló la libertad de enseñanza con la libertad de empresa, abriendo un enorme espacio de arbitrariedad para que los dueños de las escuelas privadas las organizaran y gestionaran según su interés y preferencias, sin preocuparse del bien común; pero al mismo tiempo, garantizándoles amplio acceso a los recursos del estado.

Así, los propietarios de las escuelas privadas, financiadas con recursos públicos, se han opuesto sistemáticamente a políticas educacionales orientadas a mejorar la equidad (disminuir la segregación social de las escuelas, no cobrar aranceles a las familias…), la calidad (programas de educación sexual, estándares de formación para directivos de centros escolares…), la participación (consejos escolares) y la no discriminación (aceptación de estudiantes hijos de madres solteras, no expulsión de estudiantes por su orientación sexual).

Nótese que, aunque en Chile existe formalmente libertad de elección de escuela para las familias, las excesivas atribuciones de los propietarios de las escuelas les han permitido restringir ese derecho; se trata de una tensión ahora “al interior” de la libertad de enseñanza, pero que -como en muchos otros mercados pobremente regulados en Chile- pone el interés de las empresas por sobre el de los consumidores (aunque ciertamente este concepto no describe adecuadamente la posición de las familias en educación).

Para que la libertad de enseñanza constituya un enriquecimiento sustantivo del campo educacional, debe sacudirse de esta noción de libertad de empresa. El derecho a la educación, la no discriminación y el trato digno a niñas y niños deben siempre superponerse al interés particular del propietario de una escuela privada. Esto supone reconocer que los recursos que el estado invierte en educación son para garantizar el derecho a la educación de niños y niñas, no la libertad de enseñanza, cuyo reconocimiento no implica de suyo un deber de financiamiento público.

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La libertad de enseñanza abre un espacio de creación e innovación educacional; igualmente, garantiza el pluralismo al permitir proyectos educacionales con identidades culturales específicas. Nada de esto tiene que ver con la libertad para discriminar y excluir escudándose en el “proyecto educativo” del centro, tampoco con el afán de lucro de su propietario. La nueva Constitución debiera dejar en claro que el derecho a la educación es un principio superior a todos los demás intereses y garantías involucrados en el campo de la educación.

La escuela pública, garante del derecho a la educación

Bajo el actual arreglo institucional, se obligó al estado chileno a tratar a las escuelas públicas y privadas como si fuesen equivalentes, y someterlas a un régimen de mercado (por ejemplo, las escuelas públicas y privadas son financiadas a través de un único sistema de vouchers, por lo que deben competir por las preferencias de las familias). No es casual que bajo esta Constitución la educación pública chilena haya pasado de educar a casi el 90% de los estudiantes a menos del 40% en la actualidad, convirtiéndose en uno de los sistemas educacionales más privatizados del mundo.

La educación pública quedó relegada a una opción marginal, sólo para ofrecerse en las zonas, grupos sociales o tipos de estudiantes en que la iniciativa privada no tuviera interés. Y como en un régimen de mercado el interés privado se ajusta a los precios, muchas políticas se han empeñado en “incentivar” la privatización aumentando los recursos públicos y permitiendo cobrar a las familias para estimular la creación de oferta privada. Como consecuencia, la segregación socioeconómica de las escuelas chilenas es muy elevada.

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La Constitución democrática debería reconocer que la educación pública tiene un valor social superior y que, por tanto, el estado debe priorizarla, poniendo fin a la idea del “estado subsidiario”. Esto pasa por establecer que la educación pública es la garantía institucional del derecho universal a la educación, lo que obliga al estado a comprometerse con una provisión de calidad y con criterios de justicia, nada de lo cual ha podido producir el experimento de mercado educativo.

Por cierto, una definición enriquecida del derecho a la educación incluye además concebirla de un modo ambicioso en sus propósitos y extensa, a lo largo y ancho de la vida, aspectos que también podrán impulsarse una vez sacudido el sistema escolar de la ilusión del laissez faire.


La versión original de este artículo fue publicada por el Centro de Investigación Periodística (CIPER) de Chile.


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