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‘The Mandalorian’, ‘Star Wars’ o la historia de una paternidad recobrada

Shutterstock / Willrow Hood

Emilio Sáenz-Francés, Universidad Pontificia Comillas

Decía Yeats que la vida es una preparación para algo que nunca sucede. La cita vale para la espera siempre infructuosa de una nueva película de Star Wars que no decepcione. The Mandalorian se ha convertido en la tabla de salvación para una franquicia agotada hace tiempo.

La serie no es quizás revolucionaria, pero supone llevar al universo de George Lucas estilos conocidos pero que son un soplo de aire fresco. El lenguaje es distinto, más golfo que la exhibición de buenismo de las últimas películas. La serie abandona el folletín para abrazar la estela de Kurosawa, o de los grandes clásicos del western.

Una de las cosas más interesantes de The Mandalorian es que viene a dar una alternativa creíble y positiva a lo que hasta ahora era un retrato bastante sombrío de la paternidad en las películas de Star Wars.

Pensemos en ello: La trilogía original es la historia de un huérfano, Luke Skywalker, que descubre que el mayor villano de la galaxia, Darth Vader, es en realidad su padre. Para completar su destino, Luke deberá matar al padre. Es cierto que El Retorno del Jedi culmina con la gloriosa redención de Darth Vader, pero deja a su hijo embargado por la pena, víctima de una profunda herida. Luke es en efecto un personaje trágico.

La mítica trilogía original, sin las ambiciones pseudoreligiosas o de poesía pueril de sus sucesoras, abordaba un tema común en la literatura o el cine desde Hamlet hasta la maravillosa Carácter del neerlandés Mike van Diem. No menos importante, planteaba traumas patológicamente recurrentes en el cine de Disney o en el del gran amigo y aliado de Lucas: Steven Spielberg.

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Pero es que la segunda trilogía (las llamadas precuelas) lleva el tema de las relaciones familiares complejas a un nuevo nivel de desastre. No sólo tenemos que soportar a un niño que no sabe actuar, sino asumir que Anakin Skywalker –llamado a convertirse en Darth Vader– “no tiene padre”, porque fue concebido sin participación de un varón. Lucas, en definitiva, introduce aquí un elemento mesiánico que, a buen seguro, hizo en su momento las delicias de algún psicoanalista.

Niños arrebatados a sus padres

Tras abandonar a su madre para convertirse en Jedi, Anakin solo volverá al planeta que le vio nacer años después para rescatar a su progenitora in extremis de unos forajidos, y verla morir en sus brazos. Dice poco de la orden de los Jedi que su modus operandi sea arrebatar, en la más tierna infancia, a niños de sus padres para entrenarlos en un monumental boarding school donde deberán renunciar para siempre al amor, en aras de un servicio sacerdotal posmoderno muy lejano del espíritu ligero de las primeras películas. En la última cinta de esta serie, tras una serie de decisiones bastante censurables, Anakin, entregado ya al Lado Oscuro, apuntará maneras como el peor padre de la galaxia.

La última y reciente tercera trilogía nos presenta a nuevos personajes marcados también por unas relaciones parternofiliales rocambolescas. Sabemos que Rey, la protagonista, fue cruelmente abandonada de niña en uno de los planetas más inhóspitos de la galaxia. Las tres películas dan vueltas sobre su posible origen, sin que los guionistas se pongan de acuerdo, para depararnos un desenlace improbable: Rey es nada menos que la insospechada nieta del über-malvado de la saga, el emperador Palpatine. Por su parte, el villano cotidiano del momento, Kylo Ren, asesina a sangre fría a su padre, el entrañable Han Solo, en la primera entrega de la serie, y está cerca de hacer lo propio con su madre en la segunda.

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Padres que odian a sus hijos, parricidas…

Padres que odian a sus hijos, abandono o parricidio son algunos de los temas constantes de películas pensadas para ser disfrutadas en familia. Y en estas aparece, cuando habíamos perdido ya toda esperanza, The Mandalorian. Más allá del estilo espagueti western, con toques de cine bélico, o de gánsteres, el atractivo de la serie viene por el relato creíble del vínculo que se forja entre el protagonista, Mando, y “el niño”.

Contemplamos en una deliciosa subtrama cómo el protagonista de la serie aprende el oficio de ser padre. Es lo que da sentido a todo el argumento, apuntalado con peripecias con las que nos podemos identificar, y multitud de pequeños y gloriosos detalles: La pequeña bola de los mandos de la nave de Mando con la que se encapricha el niño, y que Mando –sólo a regañadientes y resignado– le acaba entregando, o la intensidad con la que Mando vive los primeros pasos del niño con la Fuerza, que recuerda a la ansiedad de ser testigos de los primeros pasos, nadar, andar en bici…

No es casual que sólo en dos ocasiones hayamos visto la cara del protagonista, siempre cubierta por un casco. Es algo que potencia nuestra capacidad para la empatía. Mando, en cierto sentido, podría ser cualquiera. E incluso con ese casco, percibimos los momentos de hastío y resignación, ante un niño que muchas veces se porta mal y es caprichoso. Mando comete errores, como todos los padres primerizos, y muchas veces simplemente está perdido, pero intenta mejorar –aprende– y se enmienda. En muchas ocasiones, el protagonista acusa el cansancio y percibimos las dudas e incertidumbres que todo padre siente tras una jornada agotadora. Ante el apasionante enigma que es un niño, Mando se sacrifica, y está dispuesto incluso a abandonar un estilo de vida cruel por el niño. Hay en todo ello mucho del Camino de Perdición de Sam Mendes, de Un Mundo Perfecto de Eastwood, o de la apocalíptica La Carretera de John Hillcoat.

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El final de la segunda temporada de la serie apunta a nuevos temas. Quizás el de la paternidad ya se ha agotado. Sería una lástima. Y existe el peligro de que todo descarrile para volver a una grandilocuencia agotada, nutrida de referencias gastadas a los hitos más manidos de las películas. Ojalá no sea el caso.

The Mandalorian no es, en efecto, revolucionaria, pero desde luego, para los que viven con pasión el hecho de ser padres, y no son ajenos al universo Star Wars, supone una experiencia deliciosa. En esos momentos de paz tensa, cuando todo en casa esta en calma… Aparentemente.